Nicolás Gómez Dávila nació y murió en Bogotá. Ha sido uno de los críticos más radicales de la modernidad. Alcanzó cierto reconocimiento sólo unos años antes de su fallecimiento, gracias a las traducciones alemanas de algunos de sus libro. Criticó todas las manifestaciones de la «modernidad», las ideologías marxistas, los principios básicos de la democracia y del liberalismo, por la decadencia y la corrupción que abrigan. Sus aforismos (a los que denominaba escolios) están cargados de una ironía corrosiva, de inteligencia y de profundas paradojas. Ahí van algunos ejemplos. Genio y figura:
La vida del moderno se mueve entre dos polos; negocio y coito.
La palabra moderno ya no tiene prestigio automático sino entre tontos.
El moderno llama cambio caminar más rápidamente por el mismo camino en la misma dirección. El mundo en los últimos trescientos años, no ha cambiado sino en ese sentido. La simple propuesta de un verdadero cambio escandaliza y aterra al moderno.
En la época moderna hay que optar entre opiniones anacrónicas y opiniones viles.
Los Evangelios y el Manifiesto comunista palidecen; el futuro del mundo está en poder de la coca-cola y la pornografía.
La palabra progreso designa una acumulación creciente de técnica eficaces y de opiniones obtusas.
El moderno cree vivir en un pluralismo de opiniones, cuando lo que impera es una unanimidad asfixiante.
Cada día resulta más fácil saber lo que debemos despreciar: lo que el moderno aprecia y el periodista elogia.
El hombre habrá construido un mundo a imagen y semejanza del infierno cuando habite en un medio totalmente fabricado con sus manos.
La prensa aporta al ciudadano moderno el embrutecimiento matutino, la radio su embrutecimiento meridiano, la televisión su embrutecimiento vespertino.
El moderno se ingenia con astucia para no presentar su teología directamente, sino mediante nociones profanas que la impliquen. Evita anunciarle al hombre su divinidad, pero le propone metas que solo un dios alcanzaría o bien proclama que la esencia humana tiene derechos que la suponen divina.
Dios es el estorbo del hombre moderno.
El suicidio más acostumbrado en nuestro tiempo es pegarse un balazo en el alma.
Llámase mentalidad moderna al proceso de exculpación de los pecados capitales.
El mundo moderno no será castigado. Es el castigo.
El mundo moderno ya no censura sino al que se rebela contra el envilecimiento.
La mentalidad moderna no aprueba sino un Cristianismo que se reniegue a sí mismo.
Sobre literatura
El escritor que no ha torturado sus frases tortura al lector.
Escribir sería fácil si la misma frase no pareciera alternativamente, según el día y la hora, mediocre y excelente.
Las frases son piedrecillas que el escritor arroja en el alma del lector. El diámetro de las ondas concéntricas que desplazan depende de las dimensiones del estanque.
Miscelánea
El hombre no sabe que destruye sino después de haberlo destruido.
El político tal vez no sea capaz de pensar cualquier estupidez, pero siempre es capaz de decirla.
El que renuncia parece impotente al que es incapaz de renunciar.
Solo es inteligente el que no teme estar de acuerdo con tontos.
La brevedad de la vida no angustia cuando en lugar de fijarnos metas nos fijamos rumbos.
Aprender a morir es aprender a dejar morir los motivos de esperar sin dejar morir la esperanza.
La historia permite comprender, pero no exige absolver.
Para vivir después de los treinta años se necesita embrutecerse en los quehaceres cotidianos o inventarse desesperadamente mil razones diversas e igualmente ficticias de vivir.
La verdad es un error que dura.
Las únicas cosas que deseamos con pasión son las que no merecemos.
La vanidad junta a los seres, la vanidad los ata y la vanidad los separa.
Explicar cuando es posible sugerir supone un excesivo desprecio del lector.
El pueblo no elige a quien lo cura sino a quien lo droga. Errar es humano, mentir, democrático.
Mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la patria llama a resolverlos.
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