En toda tierra de garbanzos cuecen las habas de la república de Cicerón, quien ya en el siglo I a. de C. (año 55 ó 47, según las fuentes) advirtió: “El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, y la ayuda a otros países debe eliminarse para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado.”
Y ciertamente no he dado con la cita original, pero dudo mucho que el texto latino se aleje una coma del espíritu que refleja la traducción, y si no aquí hay otra prueba de la clarividencia del gran defensor de la virtus, ¿o era la areté?: “Tristes los tiempos en que los hijos no salen de casa de sus padres, y los maltratan, y los buenos textos no se publican”.
¡Y Todavía hay quien cree en esas quimeras de la actualidad y el progreso!
¡Y Todavía hay quien cree en esas quimeras de la actualidad y el progreso!
(Para progreso en todo caso el de Julio César. Ya en los Discursos Cesarianos, se enfrentaron Cicerón y Cesar y sus pasos coincidieron en numerosas ocasiones a lo largo de sus carreras. También Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, recurrió a ambas figuras para establecer una contraposición entre sus estrategias, el realismo político ciceroniano y el ideal imperial cesarista, pero justificando una posible complementariedad recíproca entre ellos a lo largo de la Historia. De hecho, en su teoría política, Cicerón deja espacio para un Princeps, al que otorga poderes extraordinarios.
Pero Cicerón, gran orador, filósofo, intrigante y político, cuyo genio se limitaba al talento, tal vez nunca llegó a comprender la universalidad práctica de César, gran escritor, político y soldado, cuyo talento sobrevolaba el genio. César vio que la antigua virtud romana había quedado obsoleta en la nueva dimensión del mundo: “la República ya sólo es una palabra”.
Los dos murieron asesinados. Cicerón, porque sus diatribas estorbaban; César, porque la solución política que encarnaba cerraba el paso a todas las demás. Cicerón dejó un ejemplo clásico de impotencia verbal contra lo inevitable; César, de encauzamiento hacia el futuro de energías en peligro de dispersión.
Después sobrevino el imperio ingobernable, y su degradación se hizo palpable a través del carácter de sus emperadores: Augusto se reveló como el tirano lógico; Tiberio fue el tirano patológico; Calígula, el tirano psicopatológico).