La línea que separa el arte de la falsificación es fina como el filo de un billete de 100 dólares. El artista norteamericano James Stephen George Boggs ha traspasado esa línea una y otra vez desde que en la década de los ochenta descubrió que era más fácil y divertido dibujar los billetes que intentar ganar esos mismos billetes en el tajo.
La estrategia de Boggs era tan audaz como arriesgaba. Se sentaba en la mesa de un buen restaurante y, mientras degustaba el menú, dibujaba en su bloc o en el propio mantel el billete con el que tenía previsto pagar la cuenta. Obviamente, no se trataba de falsificaciones porque era evidente que los billetes estaban dibujados y no impresos, porque sólo los dibujaba por una cara del papel y, finalmente, porque sustituía la cara de de Lincoln o de la reina de Inglaterra por la suya propia, despejando cualquier duda sobre su autenticidad.
La parte divertida del asunto llegaba a la hora de pagar. Boggs ofrecía al camarero el dibujo de un billete de 100 dólares o bien uno auténtico, que había servido de modelo para el primero. El argumentario de Boggs era algo parecido a esto:
“Soy artista y he dibujado esto. Me ha costado muchas horas hacerlo y ciertamente vale algo. Le asigno un precio arbitrario que, por casualidad, coincide con su valor real: 100 dólares. De modo que usted tendrá que decidir si cree que esta obra de arte vale más o menos que este billete auténtico de 100 dólares”.
Imagine el lector por un momento el pasmo ante el dilema del camarero de turno. Mejor aún, imagine en semejante situación al camarero que le sirve el menú de cada día. ¿Lograba Boggs su objetivo? Al principio no, aunque poco a poco fue logrando engatusar a maîtres, taxistas, tenderos y directores de hotel de Europa y Estados Unidos. Hacia 1985, Boggs calculaba que había logrado colocar 700 billetes dibujados, abonando transacciones por valor de más de 35.000 dólares de la época. Y ahí empezaron sus problemas.
En otoño de 1986 Boggs ultimaba una exposición en Londres, ciudad en la que residía en aquel momento, que incluía algunos de sus billetes de libras manufacturados. Tres policías irrumpieron en la galería, se incautaron de las obras y se llevaron detenido al artista. Boggs fue puesto en libertad pero las obras fueron guardadas bajo custodia de la ley, constituyendo la“colección de Scotland Yard”, según el reo. Boggs fue acusado de falsificación por reproducir billetes británicos sin el consentimiento del Banco de Inglaterra. Años después, en 1990, volvería a ser detenido en Australia por el mismo motivo. Fue exonerado de ambos delitos.
La obra de Boggs pretende poner en jaque la misma idea del valor del dinero, pues ¿acaso no es una moneda una ficción compartida al que atribuimos colectivamente un valor de cambio arbitrario? Además, los billetes de Boggs son una inversión mucho mejor que los del Banco de España o del de Inglaterra: un billete dibujado de 10 dólares vale más de 1.000 hoy en día. Boggs, que sigue activo en esto de la falsificación a mano alzada, puede haber gastado un cuarto de millón de dólares salidos de la nada.
Boggs, en una foto aparecida en The Times en 1987.
El método de Salvador Dalí para no pasar por caja tampoco era manco: el artista catalán pagaba siempre sus farras con un cheque pero… hacía un dibujo en la parte de atrás, a sabiendas de que el dueño del restaurante, bar o lupanar jamás se desharía de una obra de arte de un pintor de prestigio. Es decir, nunca harían efectivo el cheque.
Los métodos de Boggs y Dalí son sintomáticos de las diferencias entre un artista desconocido y un genio (con mucho morro).
Visto en “Boggs, la comedia del dinero”, el libro reportaje que escribió Lawrence Weschler sobre Boggs en 1999. Las imágenes están tomadas del Foro Collectors. Con información de El Blog Salmón.