Barack Obama habrá ganado las últimas elecciones americanas y el Premio Nobel, y algún día hasta le nombrarán hijo predilecto de Coria del Río, pero Obama no es negro. Salvo que se aplique todavía la norma de hasta la última gota de sangre. Después de 300 años de historia, los americanos siguen cortados por el mismo patrón racista según el cual si uno tiene una gota de sangre negra, es negro. Se trata naturalmente de salvaguardar la pureza de la raza blanca. La madre de Obama es blanca, pero por esta curiosa regla el 50% se convierte en el 100%. Entre medias no hay nada. Los titulares de la prensa mundial coincidían el pasado 5 de noviembre: “El triunfo de Obama marca un hito histórico. EEUU elige a su primer presidente negro”. Lo cual, no sólo es mentira y una prueba de racismo atávico, que sería lo de menos tratándose de papel de periódico, sino que sobre todo impide la canalización del fenómeno Obama como podría hacer menos daño. Hasta el propio presidente y sus seguidores han terminado por aceptar esa nomenclatura. El nuevo presidente es mulato, birracial y bicultural, y podría representar mucho más que la personificación del éxito de los afroamericanos. A pesar de sus seguidores, el triunfo de Obama puede significar un puente entre razas, un símbolo vivo de que las estrictas categorías raciales, así como las religiosas, deberían desaparecer. Pocos de los que ven a Obama se dan cuenta de que es un blanco protestante de Kansas en un 50%. Obama, no eres negro.
Si cualquiera de nosotros se hiciera una prueba de ascendencia en un laboratorio de ADN, probablemente se llevaría más de una sorpresa. Los especialistas en bioética nos recuerdan que el color de la piel rara vez es lo que parece. Personas que parecen blancas pueden tener una mayoría de antepasados africanos; personas que parecen negras pueden tener una mayoría de antepasados europeos. España puede apreciar especialmente esta circunstancia. Nuestro pasado es un entramado de razas, credos y culturas. Por aquí han pasado y se han establecido celtas, íberos, romanos, visigodos de centroeuropa, moros del norte de África, cartagineses y fenicios, judíos de todas partes.
También la expansión colonial española favoreció los matrimonios interraciales en América. Es conocida la historia entre Cortés y la india Malinche. El inca Garcilaso, el gran cronista de la conquista de Florida, era hijo de un capitán español y una princesa andina. De hecho los marinos y soldados españoles, como los portugueses, tenían permiso para buscar pareja entre las nativas con el fin de colonizar, repoblar territorios diezmados por las enfermedades y expandir la influencia de la iglesia católica. En un principio esa mezcla entre la población nativa y la íbérica produjo una nueva fusión de razas. Posteriormente el comercio trasatlántico de esclavos africanos y trabajadores chinos propició que Hispanoamérica se convirtiera quizás en el pueblo más mestizo del mundo.
Pero Norteamérica, en cambio, todavía no ha terminado de reconocer su mezcla racial. Las leyes antimestizaje, que se aplicaron en Alemania bajo la dominación nazi y en Sudáfrica durante el apartheid, en EEUU estuvieron vigentes en una serie de estados hasta 1967. Sin embargo, la explosión de las minorías, la globalización y la emigración ha hecho inevitable la mezcla interracial. El color de la piel es hoy un indicador poco de fiar. ¿No es hora ya de que dejemos de recurrir a etiquetas que dan carta de naturaleza a la separación de razas? ¿No debería el lenguaje dar un paso adelante?
El fenómeno Obama se presenta así como claro ejemplo de nostalgia por el líder carismático, ese peligroso sentimiento que nos hace rememorar tiempos no demasiado amables ni lejanos, pero presente también y muy arraigado en las actuales sociedades democráticas, acaso tan totalitarias como aquellas. En tiempo de crisis proliferan los discursos que invitan a la empresa común, a remar en la misma dirección, a arrimar el hombro, esto es una constante histórica. Y la trampa de aplaudir al gobernante sólo porque pretende liderar a un pueblo unido en un objetivo común, como las hordas primitivas. El famoso y manoseado lema de Kennedy (de quien Obama se declara acérrimo seguidor, y de Jefferson y de Lincoln, aquel tipo estirado que toda su vida se esforzó en posponer el derecho de voto para los emancipados negros, no fueran a equivocarse al ejercerlo): “no pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por tu país”, parte en realidad de una premisa totalitaria. La sociedad libre no tiene objetivos comunes, lo que tiene son reglas comunes, respetando las cuales cada individuo es libre de perseguir sus propios objetivos.
No disimules, Obama, que no eres negro.